La rutina empieza cuando lo que no ha cambiado ya no es lo que era.

Cuando abrí la puerta, ya estaba Frida esperándome al otro lado. De sobra sabía que siempre llegaba a comer a esa hora y que le daba una chuche, de las de forma de ratón en color rosa, si me la encontraba tumbada en la alfombra.

Era miércoles, así que nada más terminar de acariciarla, abrí la nevera esperando encontrar un guiso de lentejas, pues en mi casa los miércoles se comían lentejas.

Esperé quince minutos más. Mi madre llegaba todos los días un cuarto de hora después, quejándose porque mi abuela no había querido acostarse antes, justificando así su retraso. Todos los días repetía lo mismo.

-¿Qué es eso?- le pregunté al encontrarnos, mientras señalaba con la mirada unos restos de mosquitera que esperaban morir en el suelo.

-Acércate- respondió a la vez que abría la ventana y descubría el trabajo que le había robado las últimas horas. -¿Lo ves?- dijo orgullosa, -he terminado de poner las mosquiteras, así Frida se podrá apoyar en el alfeizar.

-¿No supone ningún riesgo para ella? Al fin y al cabo, estamos ya todos acostumbrados a vivir con las ventanas cerradas. Al menos, dime que te lo han garantizado, dime que es completamente seguro-se apresuró a decir el amor incondicional que sentía hacia mi pequeña de cuatro patas; antes de que el agradecimiento por el esfuerzo realizado, pudiera recorrer los escasos metros que me separaban de mi madre.

-Cariño..., entiendo tu preocupación, ya sabes lo mucho que la quiero, pero si matas toda curiosidad, la gata se puede también morir, de pena…

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